martes, 29 de abril de 2008

Lecturas9-10

LECTURA Nº 9: VUELO NOCTURNO
Tomado con fines instruccionales de:
De Saint-Exupéry, A. (2000). Vuelo Nocturno. (pp.7-9). Argentina: Plaza & Janes Editores, S. A.


Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagota­ble: en este país no cesaban de exhalar su oro, como, terminado el invierno, no cesaban de en­tregar su nieve.
Y el piloto Fabien que, del extremo Sur, con­ducía a Buenos Aires el correo de Patagonia, co­nocía la proximidad de la noche por las mismas señales que las aguas de un puerto: por ese sosie­go, por esas ligeras arrugas que dibujaban apenas los tranquilos celajes. Penetraba en una rada, in­mensa y feliz.
También hubiera podido creer que, en aquella quietud, se paseaba lentamente casi cual un pas­tor. Los pastores de Patagonia andan, sin apre­surarse, de uno a otro rebaño; él andaba de una a otra ciudad, era el pastor de los villorrios. Cada dos horas, encontraba algunos de ellos que se acercaban a beber en el ribazo de un río o que pacían en la llanura.
A veces, después de cien kilómetros de estepas más deshabitadas que el mar, cruzaba por enci­ma de una granja perdida, que parecía arrastrar, hacia atrás, en una marejada de praderas, su car­gamento de vidas humanas: con las alas, saluda­ba entonces aquel navío.
“San Julián a la vista: aterrizaremos dentro de diez minutos”.
El «radio» comunicaba la noticia a todas las estaciones de la línea. Semejantes escalas se sucedían, cual eslabones de una cadena, a lo largo de dos mil quinientos kilómetros, desde el estrecho de Magallanes has­ta Buenos Aires; pero la de ahora se abría sobre las fronteras de la noche como, en África, la última aldea sometida se abre sobre el mis­terio.
El “radio” pasó un papel al piloto:
“Hay tantas tormentas que las descargas col­man mis auriculares. ¿Haréis noche en San Ju­lián?”.
Fabien sonrió: el cielo estaba terso cual un acuario, y todas las escalas, ante ellos, les anunciaban: “Cielo puro, viento nulo”. Respon­dió:
“Continuaremos”
Pero el “radio” pensaba que las tormentas se habían aposentado en algún lugar, como los gusanos se instalan en un fruto: y así, la noche sería hermosa, pero, no obstante, estaría estropeada. Le repugnaba entrar en aquella oscuridad próxi­ma a pudrirse.
Al descender sobre San Julián, con el motor en retardo, Fabien se sintió cansado. Todo lo que alegra la vida de los hombres corría, agrandándo­se, hacia él: las casas, los cafetuchos, los árboles de la avenida. Él parecía un conquistador que, en el crepúsculo de sus empresas, se inclina sobre las tierras del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres. Fabien experimentaba la necesi­dad de deponer las armas, de sentir la torpeza y el cansancio que le embargaban –y también se es rico de las propias miserias– y de vivir aquí cual hombre simple, que contempla a través de la ventana una visión ya inmutable. Hubiera acep­tado esa aldea minúscula: después de escoger, se conforma uno con el azar de la propia existencia e incluso puede amarla. Os limita como el amor. Fabien hubiera deseado vivir aquí largo tiempo, recoger aquí su porción de eternidad, pues las pe­queñas ciudades, donde vivía una hora, y los jar­dines rodeados de viejos muros, sobre los cuales volaba, le parecían, fuera de él, eternos en dura­ción. La aldea subía hacia la tripulación, abrién­dose. Y Fabien pensaba en las amistades, en las jovencitas, en la intimidad de los blancos mante­les, en todo lo que, lentamente, se familiariza con la eternidad. La aldea se deslizaba ya rozando las alas, desplegando el misterio de sus jardines cercados, a los que sus muros ya no protegían. Pero Fabien, después de aterrizar, supo que sólo había visto el lento movimiento de algunos hombres en­tre las piedras. Aquella aldea, con su sola inmo­vilidad, guardaba el secreto de sus pasiones; aquella aldea, denegaba su suavidad: para con­quistarla hubiera sido preciso renunciar a la acción.
Transcurridos los diez minutos de escala, Fa­bien reemprendió el vuelo.
Volvióse hacia San Julián, que ya no era más que un puñado de luces, y luego de estrellas. Más tarde se disipó la polvareda que, por última vez, le tentó.
“Ya no veo los cuadrantes; voy a encender la luz”.
Tocó los contactos, pero las lámparas rojas de la carlinga derramaron sobre las agujas una luz tan diluida aún en aquella azulada claridad diur­na, que no llegó a colorearlas. Pasó la mano por delante de una bombilla y apenas si se tiñeron sus dedos.







LECTURA Nº 10: EL PRINCIPITO. XXI
Tomado con fines instruccionales de:

El principito. [Documento en línea]. Disponible: http://www.fortunecity.es/poetas/ relatos/166/. (pp. 22-24). [Consulta: 2006, noviembre 21]. Chile: Ediciones electrónicas El Trauko.



Entonces apareció el zorro:
— ¡Buenos días! —dijo el zorro.
— ¡Buenos días! —respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.
— Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz.
— ¿Quién eres tú? — preguntó el principito—. ¡Qué bonito eres!
— Soy un zorro — dijo el zorro.
— Ven a jugar conmigo — le propuso el principito—, ¡estoy tan triste!
— No puedo jugar contigo — dijo el zorro— No estoy domesticado.
— ¡Ah, perdón! — dijo el principito.
Pero después de una breve reflexión, añadió:
— ¿Qué significa domesticar?
— Tú no eres de aquí — dijo el zorro— ¿Qué buscas?
— Busco a los hombres —le respondió el principito—. ¿Qué significa domesticar?
— Los hombres —dijo el zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
— No —dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué significa domesticar? —volvió a preguntar el principito.
— Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa crear vínculos...
— ¿Crear vínculos?
— Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
— Comienzo a comprender —dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...
— Es posible —concedió el zorro—, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
— ¡Oh, no es en la Tierra! —exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
— ¿En otro planeta?
— Sí.
— ¿Hay cazadores en ese planeta?
— No.
— ¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
— No.
— Nada es perfecto — suspiró el zorro.
Y después volviendo a su idea:
— Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
— Por favor... domestícame —le dijo.
— Bien quisiera —le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.
— Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!
— ¿Qué debo hacer? —preguntó el principito.
— Debes tener mucha paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...
El principito volvió al día siguiente.
— Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
— ¿Qué es un rito? —inquirió el principito.
— Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran un día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:
— ¡Ah! —dijo el zorro—, lloraré.
— Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique...
— Ciertamente —dijo el zorro.
— ¡Y vas a llorar!, —dijo el principito.
— ¡Seguro!
— No ganas nada.
— Gano —dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
— Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
— No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
— Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
— Adiós —le dijo.
— Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
— Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.
— Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
— Es el tiempo que yo he perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.
— Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
— Yo soy responsable de mi rosa... — repitió el principito a fin de recordarlo.


REALIZA LAS SIGUIENTES ACTIVIDADES:
Lee los textos de la Lectura Nº 9 “Vuelo nocturno” y la Lectura Nº 10, “El principito”. Realiza las siguientes actividades:
Analiza la Lectura Nº 9, “Vuelo nocturno”. En este texto predomina la narración y la descripción selecciona las ideas principales del tema de la lectura, realiza un nuevo texto usando el diálogo
Ilustra, por medio de una composición gráfica, la escena que más te haya llamado la atención de la Lectura Nº 9, “Vuelo nocturno”.
Analiza el texto de la Lectura Nº 10, “El principito”. En este texto predomina el diálogo, selecciona algunos fragmentos y reescribe un texto donde predominen narraciones y descripciones.
Construye un nuevo diálogo a partir de los que se proponen en la Lectura Nº 10, “El principito”. Cambia los personajes y modifica el contexto; es decir, inventa personajes y espacios nuevos.

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